Por: Cecilia
Hernández
Suenan las sirenas de las
ambulancias, es un día de verano al mediodía; un par de semanas pasaron del
incendio voraz de la reserva natural La Tigra, y al parecer el fuego sigue
esparciéndose en varios puntos de la ciudad y el país. Hoy amaneció más opaco
que ayer, olor a quemado, olor a desesperanza; se percibe lo mismo en las
pláticas y en las miradas; y lo sé, nos duele; no lo comprendemos a ciencia
cierta de manera tan visible, nos preguntamos ¿Cómo alguien puede quemar el bosque?
¿Quién quiere matar especies inocentes que cumplen un ciclo vital del planeta?
Y quizá esa sea una expresión muy
grave de lo que vivimos y hemos normalizado en este “trajín” del día a día;
como esas baleadas que nos comemos en minutos sobre un plástico que dura siglos
en el planeta, o ese refresco que nos “quita” el calor, pero que irónicamente
su producción lo aumenta con la deforestación. Y claro ¿quién en su “sano
juicio” quiere matar animales o derribar bosques? ¿quién de manera consciente
quiere que todo se destruya?
Y miramos en redes fotografías y
videos que nos conmueven y nos hacen llorar, que nos generan rabia, dolor y
muchísima desesperanza; y queremos transformar esto en solidaridad y acciones
nobles como parte de la esencia de nuestro país. Y damos soluciones en pláticas
de oficina, de amigos y de familiares.
Consideramos que el monitoreo, el
cuidado y la protección deben incrementarse; es cierto. Las autoridades y la
ciudadanía tenemos una responsabilidad fuerte con el bien común y con la
conservación de lo que nos da vida y tanto disfrutamos, los pocos puntos de paz
y naturaleza que nos quedan.
Pero luego vemos que esto pasa en
Chile, Argentina, Colombia, Brasil; por mencionar algunos; y vemos que existe
un factor común: “la expansión de fronteras”; ya sea residenciales, agrícolas o
ganaderas. Porque claro, el desarrollo, la competitividad, la producción y el
crecimiento son variables sumamente importantes para nuestro país; entre más
eficientes somos, es mejor.
Honduras no es la excepción, el
crecimiento de las ciudades e industrias trae consigo expansión inmobiliaria;
con precios cotizados en dólares y un mercado inmobiliario competitivo.
Competencia que borra el bienestar comunitario por la sensación de seguridad y
bienestar individual.
El crecimiento económico que
traen este tipo de inversiones (destrucciones) agresivas, tiene como principio mejorar
los indicadores macroeconómicos nacionales en el corto plazo. Dicen que esto es
momentáneo, que luego de desarrollarnos, nos podemos preocupar por otras cosas como
el “ambiente”, siguiendo el ejemplo de las potencias.
Y digo lo anterior como una “economista”
en constante cuestionamiento; porque así me formaron; porque cuando cursé
clases de ambiente miré a la naturaleza como un recurso; porque la maximización
de utilidades era primordial. Pero no voy a entrar en esas discusiones porque
me pongo intensa y hoy solo quiero sentir y pensar en torno a estos días
demasiado desalentadores.
Porque los retratos son escalofriantes,
como ese jaguar que murió en manos de cazadores o esos bomberos cansados
llamando a la reflexión, o el bosque que cruza de Marcala a La Esperanza en
completa destrucción, porque ven y viven en carne propia la lucha contra la inconsciencia
y crecimiento desmedido y desigual.
Y hoy mi reflexión parte en que
como ciudadanía que respira, pasea y recibe servicios básicos para la vida de
las pocas fuentes que nos quedan cerca de la ciudad, nuestro papel es vital,
porque somos mayoría. Somos sujetos y sujetas partes del ecosistema y no
simples usuarios; es como si mataran a tu amigo o amiga; o si destruyeran parte
de tu casa ¿te quedarías quieto-a?
Y digo esto porque, al parecer la
preocupación a nivel de política no está en prevenir o realmente priorizar al
ambiente y la naturaleza como vital para el bienestar. En los últimos meses, desde
el colectivo del que soy parte hemos activado denuncias ambientales a empresas contaminantes de
fuentes de agua y salud humana; y parece no tener mucho sentido denunciar en
este país, donde la precarización de la economía hace justificable cualquier
inversión o iniciativa que destruya la casa común.
Y esto no para aquí; la mirada de
“levantar Honduras” trae una apuesta ambiciosa en materia de infraestructura
productiva; que como en episodios anteriores trae mucha expectativa y discusión,
discusión que debe ser dada en espacios de consulta y socialización, de
información y de estudios de impacto rigurosos.
Sin embargo, la relación de
poderes, la agenda y el juego geopolítico de inversión acentúan la disputa por
los territorios; territorios que históricamente fueron olvidados por la política pública y que de manera sorpresiva y a la vez
sospechosa traen esperanza de avance y
prosperidad; me pregunto ¿habrá sido así en el tiempo de las bananeras o
mineras? ¿Qué pasó después? Creo que la historia que no se reflexiona está
condenada a repetirse.
PIB en alza, pobreza a la baja;
pero ¿hay bienestar colectivo? ¿las mejoras de vida son para todos y todas? Y
no solamente a nivel económico, porque solemos asociar condiciones de vida con
ingresos económicos, sobre todo en la ciudad donde tenemos la costumbre de desconocer
e invisibilizar de dónde viene lo que comemos y consumimos.
Es necesario que repensemos
nuestro rumbo de manera colectiva; y pongamos peso en la balanza a quienes solo
priorizan agenda con indicadores macroeconómicos y relaciones diplomáticas.
Porque al final las consecuencias las pagamos nosotros-as y sobre todo las y
los que menos accesos tienen, las y los olvidados, entre ellos, la naturaleza.
Decía uno de mis compañeros que
la organización es el camino; figuras como los comités ecológicos, donde la
conservación viene de la mano con la denuncia, formación y debate político son
estructuras necesarias y a la vez urgentes, ya que muchos patronatos se han
convertido en canalizador de inversiones sucias que buscan entrar y quedarse en
las comunidades contaminando y alterando las dinámicas comunitarias a cambio de
regalías y proyectos.
Honduras es un país con mucha
historia de opresiones y dolores no sanados, injusticias no cobradas; pero
también de mucha organización y lucha, corre por nuestras venas el sentido de
solidaridad y resistencia. Porque somos seres con esencia que trasciende
fronteras, fronteras desdibujadas por la necesidad y los sueños.
Porque soñar nos mantiene vivos y
vivas; y se vale soñar con un país cuyo crecimiento no sea solo para unos-as,
que no nos robe recuerdos en nuestro parque favorito; que no nos robe las
fuentes naturales de recarga que tenemos y que no mate a seres inocentes en
nombre de desarrollo; pero sobre todo que esos sueños nos recuerden que la
dignidad no es negociable y que merecemos vivir con un entorno no tan caótico.
Y soñemos juntos y juntas;
rompiendo los mitos de que vendrá un héroe, una suerte de mesías a sacarnos del
caos, esos “héroes” que solo son un reflejo de lo que muchos sentimos y no nos
atrevemos a decir o hacer por miedo. Dejemos que el miedo salga por la ventana
y retomemos el sentido de familia que habita esta hermosa casa común; esa donde
el mejor amigo de un hondureño-a es otro hondureño-a, porque ambos-as sabemos
lo que es ser resiliente en un país que te roba la esperanza. Desesperanza que
nos hace olvidar quién tiene verdaderamente el poder.
Retomemos esa esperanza caminando
y luchando en grupo, porque:
“Nadie se salva
solo, nadie salva a nadie; todos nos salvamos en comunidad”
P. Rutilio Grande
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